VIAJE DE ORFEO
AL FIN DEL MUNDO
El país de los muertos
Portada: “Grial de la tarde”
Lo único capaz de vencer a la muerte es el amor, que da la vida.
El Viaje de Orfeo al Fin del Mundo es una ficción mítica que transcurre durante el final de la Edad del Bronce y de la Prehistoria, más o menos una generación antes de aquella que fue a la Guerra de Troya y que Homero cantó tres o cuatro siglos después.
Este viaje recorre todo el viejo Mundo Mediterráneo, desde su extremo oriental, el del Mar Negro, a donde va Orfeo (desde su Tracia natal, al norte de Grecia, paralelo 42º) en busca del Vellocino de Oro, hasta su extremo occidental, Iberia, el País de los Muertos, que atravesará por el Camino de las Estrellas hasta llegar a Finisterre, buscando la entrada de los Infiernos junto al Océano, para pedirle a Hades que le devuelva a su amada esposa Eurídice, muerta el día de la boda.
0-1.
LAGUNA DE LOS INFIERNOS
Al
poco, lo identificó: era un olor como de carne podrida. Se asomó por la borda y
no vio el mar, sino una viscosa niebla burbujeante que parecía rodearles en
todo el círculo que el farol iluminaba. La barca estaba como detenida en ella,
pues no dejaba estela alguna detrás de sí. Fijándose más, le pareció vislumbrar
formas conocidas flotando bajo la niebla.
De
repente se estremeció, eran cadáveres, muchos cadáveres flotantes y
nauseabundos, el navío se encontraba sobre un mar nocturno de cuerpos sin vida
a la deriva, de los que se desprendía un tufo cada vez más patente de vapores
de descomposición.
Orfeo
sintió un agujero en su vientre y un terrible deseo de vomitar sobre la amura,
mas algo en su interior le hizo aguantar y contenerse. Se dirigió al barquero,
en busca de una explicación, pero en la popa no había nadie, el timón estaba
como bloqueado; se encontraba solo, en medio de ninguna parte, rodeado del asco
y del horror. La luz del fanal, en lo alto del mástil, comenzó a hacerse más y
más mortecina.
Transcurrió
un tiempo interminable en el que se sentía como clavado a su banco en la
creciente oscuridad, sin saber lo que hacer. Todo en él seguía deseando
vomitar, apagar aquella pesadilla, despertar, pero un aviso interno le decía
que no debía disolver y perder su energía, sino coagularla y retenerla,
aspirarla hacia arriba, elevarla, afirmarse, resistir, olvidar los terrores de
su personalidad centrándose en lo eterno de su Ser, como le habían recomendado
el “Hombre del Roble” y Donnon.
Al
final, recurrió a las fuerzas de su talento, se dijo a sí mismo que todo
aquello eran ilusiones de su mente y que no podía dejar que le arrastraran al
pánico; así que decidió repoblarla con un mundo de música dedicada a su amor,
para darle luz, ánimo y disciplina.
Sin
mirar hacia el horror y haciendo de tripas corazón, rasgueó su lira de modo que
brotasen de ella las más alegres escalas de notas, cantó canciones infantiles,
tocó las danzas de la molienda y las canciones de fiesta y de boda de los
pastores de Tracia, imaginando el brillo de la sonrisa de Eurídice entre los
bailarines, siguió por himnos animosos de soldados que se dirigen a la guerra
llenos de orgullo por el coraje de su país; se alzó y cantó alabanzas a los
héroes, dio golpes con el pie sobre la cubierta, llevando el compás. Poco a
poco fue dominando la náusea y el pánico, cerrando los vacíos en las defensas
etéricas de su vientre, por donde la energía se escapaba, elevándola al Ser,
afirmándose en su propio poder.
Le
pareció que su tenaz entusiasmo intensificaba la luz del fanal sobre el mástil
y que una leve brisa se erguía, poco a poco, ante él, disipando el olor de la
putrefacción envolvente. Le pareció que el navío se movía con suavidad hacia
donde suponía el sur, más cuanto más fuerte y con mayor intensidad cantaba. Se
vio a sí mismo construyendo su propio camino a base de estrofas, tal como en
los días anteriores lo había construido a base de reflexionar sobre las espiras
y estaciones del Laberinto del Fin del Mundo.
Se
sintió invadido de valor y fue penetrando en la convicción de que toda la
fuerza de la vida humana no era sino un impulso cargado de la esperanza de
construir la continuidad progresiva de la experiencia sobre un vacío infinito,
aunque moldeable por medio de la voluntad que el ánimo pilota.
Su
gana hizo que la nave avanzara y avanzara, que el farol brillase ahora como una
estrella de constructiva esperanza y que el mar de cuerpos muertos fuese
sustituido por aguas libres, relativamente calmas y amables, sobre las que se
deslizaba cada vez más veloz.
La
nave cortaba la niebla oceánica en su avance, e iba creando a sus costados algo
así como un corredor de altos muros de bruma, que el fanal iluminaba hasta
cierta altura.
Al
compás de su canto, aquellos muros o pantallas fantasmales comenzaron a
llenarse de tenues imágenes. Primero se vio a sí mismo como en un gran espejo
navegando en aquella barca que nadie dirigía, en medio de la noche, de la
niebla y de la nada, camino de no se sabe a dónde, pero después comenzaron a
entrecruzarse y enlazarse rápidas imágenes en ráfagas: Orfeo recorriendo el
laberinto conscientizador de Donnon, entrando en el país de Gal con los
guerreros Brigmil, navegando el Gran Verde con el griego Arron o el fenicio
Beleazar.
El
bardo se dio cuenta de que el avance del navío al compás de su propia música lo
llevaba a contemplar su pasado por ciclos que iban retrocediendo sobre la
niebla: con Hércules en Creta, con la pitonisa en Delfos, el enterramiento de
Eurídice en el glaciar, la trágica muerte de ella… Su tristeza pareció reducir
la velocidad de la navegación, pero volvió a insuflar ánimo a la música y pudo
disfrutar de la visión de su amada viva, de sí mismo abrazándola con pasión, de
su triunfal regreso de la Cólquide, portando el Vellocino conquistado.
Siguió
viendo reflejadas, cada vez más nítidas y rápidas, escenas intensas y
entrañables de los años anteriores: la aventura argonauta, sus viajes
iniciáticos, la escuela del centauro Quirón... y, sobre todo, el último de sus
encuentros íntimos con Eurídice antes de partir a por el Vellocino de Oro.
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